Overold
'Overlord' funciona perfectamente gracias a su ritmo endiablado, pero también porque no vacila en absoluto a la hora de conjugar el terror corporal más surrealista con la brutalidad sanguinaria de una guerra que se cobra vidas a cada segundo.
Incluso diría que, camuflada bajo una precisa escritura de personajes y bien manejada tensión, hay una película más gamberra, casi cutre, que saborea cada momento de monstruosidad desatada con gran ilusión, apenas resistiéndose a añadir un "¡chán-chán!" de serial radiofónico o un "¿sobrevivirán nuestros héroes ante los malvados nazis?".
Por si había alguna duda, esta manera de abordar el argumento no solo le sienta de lujo, sino que además te implica con más ganas en el perturbador misterio que se guarda más allá de las líneas enemigas.
Ahí se dirigen, tras un aterrizaje aparatoso en el que tú mismo has sido lanzado del avión, el soldado Boyce junto a su compañero Ford, con los restos del pelotón que han logrado reunir, hacia un castillo en la colina que pronto se revela (¡chán-chán!) laboratorio de experimentación corporal a mayor gloria del archi-mencionado "Reich de 1.000 años".
Esto, que podría quedarse en el desquiciado relato conspiranoico de un apasionado en la 2° Guerra Mundial, pronto gana fuerza y gravedad cuando vemos que ni las balas tiran a "no dar", ni el clásico soldado con testimonio que dejar puede huir para contarlo.
El peligro es real en esa Francia ocupada, y mejor destino es un tiro en la cabeza antes de que te agarren hijos de perra sádicos con ganas de juerga.
Es, de hecho, de admirar cómo se retrata el infierno de la guerra: fantasmales tierras sin dueño, trincheras cavadas en cualquier espacio cotidiano, cuerpos apiñados cual basura inservible, y una ferocidad en las miradas de todos, tanto militares como lugareños, que tan pronto se contiene ante la muerte segura como arde frente a la injusticia más cobarde.
El director Julius Avery, de hecho, no busca solo la pura diversión de sus figuritas bélicas, y planta en la naturaleza de Boyce, nuestros ojos y oídos, la resistencia a quitar cualquier vida innecesaria, en un punto del conflicto en el que todos sus compañeros piensan que menos sangre no va a lavar pecados en un bando ni en otro.
Se trata de un detalle pequeño, circunstancial, una excusa para meterles en problemas, pero que supone toda una diferencia cuando los monstruos parece que no (les) dejan de existir ni en vida ni en muerte: la cabronidad habita ahora en carne podrida y sonrisa deforme, por lo que tal vez la única salida del infierno sea preocuparse por hasta la última de las personas, en vez de usarlas como envases desechables.
Hay una ironía muy cínica en pensar que estos hombres muertos que andan se enfrentan a otros tantos hombres muertos, y su contribución al Día D apenas se contará en una línea de documento.
Pero así fue la guerra: brutal, depredadora y anónima.
Un cóctel indigesto en el que ideologías, caracteres y puntos estratégicos buscaban una excusa a por qué sacamos nuestros bajos instintos en cuanto pensamos que "nos toca ganar".
Lo mejor, el punto más afinado, es que una vez pasado el horror, se oiga a uno de los soldados: "¡y púm! Entraremos en Berlín directamente reventando la cabeza de Hitler".
Como si gente volviendo a vida, experimentos cárnicos o un sargento hijo del Diablo con complejo dionisíaco hubieran sido solo eso, otro chiste malo de la contienda.
Comentarios
Publicar un comentario